De pequeño siempre he sido
ordenado. Siempre que jugaba con mis juguetes, al acabar, los recogía sin ningún
problema. Incluso cuando venían varios amigos y lo dejaban todo lleno de juguetes
tirados por todos lados.
Un día. Una chica supersonriente
y la mar de graciosa vino a jugar a mi casa y jugamos por tanto tiempo que para
algunos podrían considerarse años. Jugamos a saltar, a contarnos historias, a
hacernos cosquillas. Jugamos a leer, a ponernos morenos, a juegos por doquier.
Podríamos jugar sin parar durante
mucho tiempo, un juego detrás del otro. En la vida me he divertido tanto como
cuando jugaba con ella. Como cuando la veía divertirse y sonreír. Sus
carcajadas eran música para mis oídos y sus abrazos me regalaban vida.
Pero llegó el día en el que
dejamos de jugar y yo dejé de reír. Mis juguetes yacían esparramados por toda
la habitación llenándose de polvo, ya no los recogía ansiando el momento en el
que ella llegara para jugar conmigo.
Todavía hay juguetes que están
tal y como ella los dejó. Y yo, cuando los miro, todavía la recuerdo riendo y
jugando con ellos. Cierro los ojos y casi puedo vernos divirtiéndonos ajenos al
mundo.
Un latido me sacó de mi
ensimismamiento. Qué raro. Últimamente mi corazón no late con la suficiente
fuerza como para ser escuchado. Ahí está agonizando y menguando cada día. En cada pequeño
latido me suplica que lo guarde, que lo recoja, que lo vuelva a meter en su
sitio. Pero no puedo. Ahí está tirado en el suelo tal y como ella lo dejó. Deseando
a que ella vuelva y juegue con él. Deseando a que ella vuelva…. ella vuelva…
ella… ella…
Zopenko Smith '15